[De un lado, pues, ceñir al hombre a sus límites; por otro, el deseo de trascendencia hacia lo ilimitado. Esta paradoja responde a las dos características esenciales de la condición humana: muerte y deseo de inmortalidad. Es difícil definir al ser humano, pero creo que en esta dicotomía paradójica de Vergílio Ferreira puede estar la clave: el hombre es un ser limitadamente infinito. Los personajes de Vergílio Ferreira se imponen, pues, un desafío crucial: ver hasta qué punto pueden soportar una existencia sin trascendencia y cómo, despojados de un valor absoluto, pueden asumir su precariedad humana. ]
Antes de exponer la relación entre Vergílio Ferreira y José Saramago a través de los roces dialécticos extraídos de sus respectivos diarios y de la correspondencia epistolar de unas cartas a mí nombre escritas por el autor de Alegria breve, comienzo con unas breves palabras sobre mi relación con ambos escritores.
El contacto por mi parte con José Saramago ha sido mucho más fugaz que el mantenido con Vergílio Ferreira, con quien sostuve una relación más amplia y más estrecha al haber estudiado su obra en profundidad y fruto de ella la elaboración de una tesis de licenciatura (Introducción en la obra de Vergílio Ferreira. Estudio especial de Aparição), una tesis doctoral publicada en Edições Dom Quixote bajo el título: Vergílio Ferreira: Espaço Simbólico e Metafísico (1989), y la traducción al español de Aparição, con introducción y notas (Editorial Cátedra, 1984), además de otros textos más breves publicados en periódicos y revistas en Portugal, España y Brasil.
Mi relación personal con José Saramago se limita de modo particular a un encuentro que tuvo lugar en Salamaca en 1982 con motivo de su intervención en la Facultad de Filología de la Universidad salmantina con la conferencia “Yo y mis libros”, formando parte de unas “Jornadas sobre Novela Portuguesa Contemporánea”, en las que también intervinieron los novelistas: Augusto Abelaira, José Cardoso Pires y Agustina Bessa Luís. Mas tarde, en el año 2000, coincidí con Saramago cuando, a propuesta de nuestra Sección de Filología Portuguesa, le fue otorgado el título de Doctor “Honoris causa” por la Universidad de Salamanca.
Respecto a Vergílio Ferreira, el 21 de marzo de 1996 recibí con gran sorpresa una carta de Antonio Sánchez Zamarreño, compañero de promoción, colega en tareas docentes universitarias en la Universidad de Salamanca y excelente poeta:
Acabo de leer (…) tu artículo en ABC, “La última muerte de Vergílio Ferreira”. Espléndido. Impresionado todavía. Sobrecogido por la fuerza del fondo y por la maravillosa intensidad de la forma, te doy las gracias (…).Tu reflexión, José Luis, tiene la esperanza del humanista que cabe esperar en los umbrales del segundo milenio. Y, exquisita, la forma (…). Luego lo archivaré donde guardo lo que vale la pena rescatar para releerlo con frecuencia.
El artículo al que hace alusión en esta carta el amigo y compañero profesor de Literatura Española fue una especie de elegía en prosa a raíz del fallecimiento de mi admirado Vergílio Ferreira (1916-1996), en el elenco de los mejores escritores peninsulares de los últimos cien años, en mi modesta opinión. En aquel momento luctuoso, las palabras me salieron más del corazón que del cerebro. De ahí que un hombre de especial sensibilidad como Antonio Zamarreño las captase y se sintiese conmovido por ellas. Esta es la razón por la que no me resisto a transcribir el antedicho artículo tal cual fue escrito y publicado en la Tribuna Abierta del períodico ABC en la fecha indicada.
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“Aunque la muerte nada tenga de maravilla, ni sea fenómeno que pueda considerarse raro, imprevisto o peregrino, por ser tan auténtica o más veraz que la vida misma (la muerte presupone la vida y la vida presupone el azar), solemos decir, cínica y compadecidamente de tal a cual finado, que ‘le sorprendió la muerte’, aseverando siempre, con razón o sin ella, que le pilló desprevenido”. Frase hecha, pues, que además de impropia, puede resultar falsa. Yo no he conocido en su aplicación mayor impropiedad que la dedicada a la muerte de mi admirado Vergílio Ferreira. Toda la extensa y variada obra que nos legó este extraordinario escritor portugués, fallecido en el crepúsculo de un ventoso 1 de marzo mientras escribía, es un inmenso discurso sobre la muerte, o mejor, una pedagogía sobre ella, tendente a borrarle el perfil de angustia y de sorpresa: “Un hombre sólo será perfecto cuando la muerte ya no pueda sorprenderlo”. He aquí el desideratum del antropocentrismo vergiliano.
Todos los lectores que por ventura deciden leer los libros de Vergílio Ferreira, dejan de mirar al exterior y se sienten incitados a recogerse en el fondo de su ser y meditar sobre su existencia. Las novelas de Vergílio Ferreira niegan al lector el divertimento de acciones cómicas o dramáticas, convidándolo siempre a reflexionar. Se ha dicho con razón, refiriéndose a los no portugueses que leen y estiman la literatura portuguesa, que cuando admiran a Miguel Torga, no ha mucho fallecido y especialmente considerado entre nosotros por Gonzalo Torrente Ballester o Luis Mateo Díez, es para mejor conocer Portugal; mas cuando admiran a Vergílio Ferreira es para conocerse mejor a sí mismos. En tal o cual escritor oímos hablar de los otros, en Vergílio Ferreira oímos hablar de nosotros mismos. Y en esa auscultación, además de la autorrevelación del “yo” (sumido en el común de las gentes en lo impersonal) y en la convivencia de ese “yo” en el mundo (con el problema de la soledad y de la incomunicación), la epifanía del “yo” vergiliano pasa de lo psicológico a lo metafísico y va inexorablemente al encuentro de la muerte. Estos son, en mi opinión, los tres aspectos clave del existencialismo metafísico del autor de Aparição (1959). A partir de esta novela y en prácticamente el resto de sus obras de ficción, la tarea didáctica (yo diría, incluso, misional) de este contumaz escrutador de la condición humana es armonizar esa realidad “espantosa” de sentirse persona con su negación absoluta. Adecuar la vida (que es un pleno ser, un absoluto, una positividad necesaria) con la muerte (que es una nulidad integral, una pura ausencia, un nada-nada). No tendremos plena conciencia de la vida si no le incorporamos su negación. Esa Alegria Breve (1965), que es nuestra vida, no será verdadera y auténtica si apartamos de ella, como una apestada, nuestra muerte. Que la vida, que es un milagro fantástico, se ilumine con la evidencia de la muerte, y que la muerte nunca tenga razones contra la vida. Esa es la distancia entre los dos polos del linaje humano. Ese es el medio de ecuacionar los datos base de la reconquista para el hombre de un lugar en el universo en el que Dios ya no es una referencia obligada para ayudarle.
Vergílio Ferreira, licenciado en Filología Clásica, seguidor de Eça de Queiroz en las formas y de André Malraux en la sustancia, transeúnte del neorrealismo a un existencialismo sui generis, mantenía desde antiguo una estrecha y grecorromana amistad literaria con la muerte, en la que estaba instruido desde el famoso racionalismo de Epicuro contra el injustificado temor a Tánato, hasta el postulado de Heidegger “el hombre es un ser para la muerte.” La muerte aparece en sus obras con todos sus registros y matices: en los animales y en las personas, voluntaria e involuntaria, infantil o provecta, heroica o vil, individual o colectiva, accidental o ejecutada. Muéstrase también implícita o explícita en los títulos, desde su segundo libro Onde tudo foi morrendo (1944),hasta los títulos más recientes, menos literales, aunque más sugerentes como: Cântico final (1960), Rápida, a sombra (1975), Para sempre (1983) (su preferida y donde el personaje principal contempla su propio funeral), Até o fim (1987) y Em nome da terra (1990), novela esta última, sobrecogedora, en la que la terrible descomposición y miseria de los cuerpos en un asilo de ancianos se sobrelleva hasta con deleite a través de la fuerza y la maravilla de su lenguaje. A este respecto no extraña el comentario del profesor Fernando Lázaro Carreter, hace ya bastante años, a propósito de Nítido nulo (1972), que, deslumbrado por la prosa vergiliana, la consideraba pronto pasto de tesis y tesinas, triste y gloriosa servidumbre de los grandes creadores idiomáticos.
La muerte se personificó y acabó entrando en el círculo más intimo de escritor cuando la tuvo de cerca, tras un grave accidente de circulación y un agudo problema cardiovascular. Estos percances hicieron posible una estrecha comunicación entre ambos, y quién sabe si algún pacto-trueque próximo ya a su vencimiento: “Bueno, Vergílio, va siendo hora, los viejos ya no hacéis nada de provecho y sois un ‘pestazo’ para los vivos“, nos dijo, con tono de humor y entre risas, en el homenaje-coloquio que se le tributó en Viseu al cumplir los ochenta años. Era una premonición. Si la muerte no le sorprendió, sí truncó un raro ejemplo, el suyo, de vocación y tenacidad literaria; 18 novelas, 12 libros de ensayos, varios libros de cuentos, 8 volúmenes de memorias e infinidad de artículos y versos inéditos.
La ironía vergiliana más ácida sobre la muerte es la dirigida al mundo de la política. Así, en uno de sus volúmenes de memorias, escribió que siendo la muerte lo más definitivo y auténtico que tenemos en nuestra vida, sorprendentemente no figura en los programas electorales de los políticos, esos seres entregados en cuerpo y alma a hacernos desinteresadamente la vida más fácil y menos dolorosa. La reiterada insistencia de Vergílio Ferreira en el tema de la muerte (y, tal vez, como venganza de los políticos de profesión) hizo que la ironía se volviese contra él, ahora de modo malévolo de parte de sus detractores, acusándolo de haber montado con su obra “prósperas funerarias” y “florecientes tanatorios”,
Si prestamos atención al comportamiento de los entes de ficción vergilianos, los vemos por un lado solitarios, enclaustrados, recogidos en lugares de silencio y meditación y, por consiguiente, estimulados a un monólogo cada vez más insistente: salas vacías, casas aisladas o deshabitadas, capillas, aldeas abandonadas, prisiones, bibliotecas o asilos de ancianos. Pero, por otro lado, estos mismos personajes están siempre seducidos instintivamente por las alturas, por los escenarios abiertos y sacralizados de la montaña, por la intención de instalar al hombre en los vacíos aposentos divinos. De un lado, pues, ceñir al hombre a sus límites; por otro, el deseo de trascendencia hacia lo ilimitado. Esta paradoja responde a las dos características esenciales de la condición humana: muerte y deseo de inmortalidad. Es difícil definir al ser humano, pero creo que en esta dicotomía paradójica de Vergílio Ferreira puede estar la clave: el hombre es un ser limitadamente infinito. Los personajes de Vergílio Ferreira se imponen, pues, un desafío crucial: ver hasta qué punto pueden soportar una existencia sin trascendencia y cómo, despojados de un valor absoluto, pueden asumir su precariedad humana. Se explica así el dilema constante de estos personajes: o caer en el abismo del suicidio (sólo asumido por los personajes secundarios), o reincidir en una esperanza sin objeto, propio de los personajes protagonistas. Porque en este gran discurso trágico que es la obra global de Vergílio Ferreira, ninguna determinación es capaz de acabar con este misterio que es el hombre. ¿Sabía acaso Bailote, el mítico sembrador de Aparição que se quita la vida porque ya no tiene buena mano para sembrar, el milagro que destruía? La muerte no debe tener nunca razón contra la vida ni los dioses volver a tenerla contra los hombres.
La muerte se comportó amable y generosa con quien tanto la había cortejado en vida. Le dispensó de entubaciones, de horas de agonía, de tratos con Alzheimer y le otorgó la máxima encomienda al mérito mortal de un verdadero profesional: morir pluma en mano, como el general al lado del cañón, el actor en el escenario o el atleta persiguiendo alguna marca. Así se presentó con sus negra indumentaria y guadaña en mano, mientras Vergílo escribía a su manera tan singular, sobre tablilla móvil y sentado en su sillón orejero, cubriendo incansable holandesas con letra miudinha como um chuvisco de Compostela. La muerte le debió decirle, cordial, mas categórica: “Venga, Vergílio, ya es suficiente, no insistas, el Nobel no se escribe en Portugués. Te permití escribir Cartas a Sandra, que será póstuma y decimoctava y cumplir los ochenta lúcidos y solemnes, como una desnudez saciada. Vamos a Melo con los tuyos. En nombre de la tierra y de los astros.”
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Mi relación con Vergílio Ferreira tiene un cierto grado de correspondencia paradójica entre la vida y la muerte. Paradójica, porque el año en que yo nací, 1944, apareció en el mercado su segunda novela titulada, como ya se ha indicado, Onde todo foi morrendo. Pero fuera de la coincidencia casual entre un ser que nace y el título de una novela que también viene al mundo, pero que habla de muerte, el encuentro absolutamente accidental con la obra vergiliana tuvo para mí consecuencias más profundas de las que se derivan de un simple estudioso que ha dedicado centenas de palabras escritas, traducidas o pronunciadas sobre la obra de un escritor. Porque sin el deslumbramiento que me produjo, a mitad de la década de los setenta del pasado siglo, la lectura de Alegria breve, mi destino profesional (y tal vez vital) habría sido sin duda muy diferente. Esas páginas fueron decisivas para que me alistase en las filas del lusismo, dentro de las cuales todavía milito y militaré mientras viva, y me permitieron ejercer la docencia durante casi treinta años en la Universidad de Salamanca leccionando sobre lengua y literatura portuguesa.
La anécdota es muy simple. Siendo yo estudiante de filología y puesto en la obligación de elegir un segundo idioma entre italiano y portugués, opté por la lengua de Camões en detrimento de la de Dante. No me pregunten por qué. Hay cosas en la vida que no tienen una consciente explicación racional o uno no acierta a descubrirla. Teniendo que entregar un trabajo libre para superar la asignatura de Literatura Portuguesa, encontré en los anaqueles de una librería de viejo en la calle Meléndez de la capital salmantina un ejemplar (sin duda allí a mi espera) de la traducción española de Alegria breve, vertida al español por Basilio Losada, profesor de la Universidad de Barcelona, y publicada por la Editorial Seix Barral. Aquella lectura despertó en mí tal entusiasmo que pronto se convirtió en devoción hacia el “virgilianismo” y, correlativamente, hacia lo luso.
He dicho muchas veces, un poco en broma y un poco en serio, que Vergílio Ferreira, no sólo determinó mi vida profesional derivándola, como acabo de explicar, hacia la lusofilia y la lusología, sino que también es él, en cierto modo, el “padre” de mis hijos. Evidentemente, no el padre natural, putativo, espiritual, etc., sino el, llamémosle, “colaborador accidental o circunstancial”. El trabajo sobre su obra se convirtió en la tesis doctoral arriba mencionada indispensable para ganarme la vida como docente en la Universidad. A raíz de ello, comencé a ganar el dinero necesario para colmar mis aspiraciones matrimoniales y emanciparme de mis padres. Y como, por regla general, cuando uno se casa, instintivamente suelen venir hijos, pues he ahí la explicación. Por ello digo, no menos en broma y no menos en serio, que los empleadores: empresarios, el Estado o los que con su obra son objeto de tesis doctorales indispensables para el laboral empleo universitario, ejercen, en algún modo, de padres, nunca debidamente reconocidos.
Es curioso y no menos paradójico que el destino (o la providencia) me haya relacionado tan estrechamente con un escritor que escribió en uno de sus libros de memorias: “Cromosomáticamente não amo o espanhol, embora o admire”. Pese al primer segmento de la frase (que parece más propio de un nacionalista radical, sea vasco, catalán o gallego, si le añadimos un suplemento de aversión, que de un intelectual portugués), el trato que Vergílio Ferreira siempre me dispensó coincide plenamente con el segundo segmento de la frase. No es que Vergílio tuviese admiración por mí, ni personalmente ni como español, no. Se estableció entre nosotros una simpatía que se alzó por encima de otros intereses y discrepancias. Aunque en algunos aspectos nuestros puntos de vista no eran coincidentes, se impuso siempre entre los dos el entendimiento y el afecto.
El 25 de noviembre de 1977 Vergílio se desplazó a Madrid para pronunciar una conferencia, invitado por la Fundación Juan March, dentro de un conjunto de actividades culturales hispano-portuguesas conmemorativas del cincuentenario de la creación de la revista Presença. Y allí fui, para conocerlo personalmente. La presencia en la capital de España del escritor portugués fue aprovechada por los diarios Informaciones, El País y Ya para hacerle una entrevista. Este viaje a Madrid significó nuestro primer encuentro personal. Después de haber almorzado solos, tras su amable invitación, y de conversar sobre nuestros respectivos proyectos, le expuse por carta, nada más llegar a Salamanca, la impresión que me causó aquella primera entrevista. Hoy me resulta difícil explicar la emoción y sensaciones de un joven amedrentado y recién licenciado como yo, invitado a comer por un renombrado escritor, nada menos que candidato al Premio Nobel. La personalidad del interlocutor, diseñada imaginativamente a través de lecturas, cartas y fotografías, se corporizaba de repente en carne y hueso, frente a frente, con su voz y su mirada. Tras la despedida, me embargaba la ansiedad de saber la impresión que uno, en su timidez y zozobra, le habría causado al escritor tras aquel primer encuentro en privado. Por ello, aquella carta de Vergílio, con fecha de 29 de diciembre de 1977, tuvo para mí una especial significación. Escribe Vergílio:
(…) Também para mim foi muito agradável tê-lo conhecido em Madrid. É clássico o desafastamento entre a imagem que nos fazemos de um autor e a sua pessoa real. Como em tudo o que se transfigura no imaginário. Quanto a mim, a rectificação que tive de fazer consigo não dizia respeito à sua pessoa mais a sua circunstância. Imaginava-o, com efeito, o simples estudante universitário e não o pai de três filhos… O que no fim de contas deve ter dado uma rectificação para melhor: um pai de família investe-se naturalmente de uma outra qualidade. Mas os contactos que vamos a ter quando vier ajudarão a compor uma imagem mútua definitiva (…).
Conservo de Vergílio un centenar de cartas de las cuales sólo he publicado trece en el nº 2 de la revista Estudios portugueses, editada por el Departamento de Portugués de la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca.1 La obra epistolar de Vergílio es inmensa. Se carteó con mucha gente y lo hacía poniendo gran voluntad de estilo y haciendo comentarios sustanciosos. Me restaba saber si, como las que él me dirigió, las que yo le dirigí se conservasen.2 Él dice haber escrito millares a todas las partes del mundo:
Devo estar a bater a epistolografia do P. António Vieira y de Francisco Manoel de Melo. Mesmo de Cicero ou da Sevigné. Só que as cartas deles guardam-se.
Vergílio fue propuesto varias veces al premio Nobel. En una ocasión avaló su candidatura el ya citado profesor Fernando Lázaro Carreter, Catedrático de Filología Románica de la Universidad Complutense, pero la realidad es que hasta ahora el único premio Nobel concedido a las letras portuguesas ha sido a José Saramago en 1998.
Vergílio y Saramago no se tenían, precisamente, un cordial afecto, por lo que me da miedo pensar que habría experimentado Vergílío en el caso de que aún hubiera estado en este mundo, y no bajo una simple lápida de granito sin cruz alzada en el cementerio de Melo, cuando en 1998 le fue concedido a Saramago tan excelso galardón. Saramago repudiaba la “desviación de la izquierda” por Vergílio. Porque, para Vergílio, desde su novela tan significativa como Mudança, comenzaron a ser prioritarias las cuestiones existenciales y metafísicas del ser humano que la de tener su estómago tranquilo. Por otra parte, a Vergílio no le sentaba nada bien el éxito creciente de Saramago fuera de Portugal. En sus libros de memorias (Conta Corrente) y en el conjunto de las cartas que poseo de él, Vergílio hace algunas alusiones a Saramago; y, como réplica, en los Cuadernos de Lanzarote de este último también las hay sobre Vergílio.
Desde mi personal y transferible punto de vista, si el éxito internacional de Pessoa fue fundamental para su difusión editorial en España, allá a finales de los sesenta del pasado siglo, no es menos cierto que el triunfo de Saramago entre los españoles casándose con la periodista española, bella y sagaz, Pilar del Río le catapultó a la fama internacional culminada con el Nobel en 1998. Y con ello no quiero decir, ¡Dios me libre!, que los autores portugueses necesiten un salvoconducto español (se sustancie o no a través de una dama) para ganar voluntades por el mundo fuera; y muy especialmente las de la Academia Sueca. ¿Con este triunfo redimió Saramago a Portugal de su condición periférica? Si no lo redimió, al menos liberó a la nación portuguesa un tanto de su complejo de inferioridad literaria. A mí me resultaba patético ver a la clase intelectual portuguesa obsesionada, incluso traumatizada, año tras año, por el mes de octubre, ante el fallo de la Academia Sueca. No son, a mi juicio, las letras portuguesas las que deben magnetizarse con ese advenimiento, como si del mítico Don Sebastián se tratase. Es bastante pueril hipertrofiar y divinizar hasta el delirio absoluto, sea la Academia Sueca o el lucero del alba, otorgándole el dedo final de lo que se escribe por esos mundos de Dios. Mejor pensar que por todo lo que las letras portuguesas han aportado al acervo literario mundial (Fernão Lopes, Gil Vicente, Luís de Camões, el Padre António Vieira, Camilo Castelo Branco, Almeida Garrett, Eça de Queiroz, Raul Brandão, Fernando Pessoa, Miguel Torga, José Saramago, Vergílio Ferreira…; a lo que habría que añadir la aportación brasileña de Jorge Amado, Guimarães Rosa, Drumond de Adrade, Cabral de Melo Neto, Clarice Linspector…, a los que habría que sumar algún otro nombre de los países africanos de expresión portuguesa (como Pepetela o Luandino Vieira), es a este galardón al que le cabe la honra y el prestigio de haber recalado, aunque haya sido sólo por una vez, en puerto de habla portuguesa.
Pero vayamos a las alusiones. Me dice Vergílio en una carta fechada el 3 de septiembre de 1985, a propósito de la novela de Saramago O ano da morte de Ricardo Reis (1984):
Sim, o livro de Saramago é oportunista. Não é um mal livro. Mas o seu nível intelectual denuncia-se nas conversações entre Pessoa e Reis, que são excesivamente banais em dois indivíduos como eles, extremadamente intelectualizados. Mas, sobre tudo, confunde-me a ideia de que ainda não temos saido da órbita de Orpheu, removendo a sua obra, reeditando as suas revistas, como se em quase um século não tivese passado ainda nada de novo na literatura portuguesa.
En carta posterior, fechada en febrero de 1986, se percibe cierto tono “envidiosillo”, y el poder del partido comunista portugués en la difusión literaria:
O meu destino em Espanha, a efeitos de aceptacão dos meus livros, é bastante problemático. Aí foi Saramago há dias para o lanzamento de um mais dos seus livros, e a prensa de aqui deu grande relevância a esse sucesso, tendo dito ele que é grande a “penetração” aí de vários escritores portugueses, entre os quais eu não figuro. Mas aqui em Portugal também não sou afortunado. O que me leva a concluir não só a minha marginalidade, senão que alguma que outra coisa deve estar equivocada na minha proposta. Mas é já tarde para reconsiderar. Em tudo caso a não vou cambiar. Todos os lanzamentos aí feitos de autores portugueses têm sido aqui proclamados ao universo, mas o de Aparição passou desapercibido. Sei que a compoente comunista tem em tudo esto poderosa importância. Mas não explica tudo. Apostei pelo cavalo equivocado? Mas é o que ainda hoje parece-me certeiro.
Por su parte, Saramago alude directamente a Vergílio Ferreira en sus tres primeros Cuadernos de Lanzarote (1993-1995), Editorial Alfaguara, 1998, y en términos no menos “entusiastas” que los de su colega:
No es frecuente que los médicos, de manera general y pública, hagan comentarios desfavorables respecto a otros médicos: probablemente, después de unos cuantos milenios de secreto profesional, ya traen la deontología en la masa de la sangre. O la aprenden en la facultad con las primeras lecciones de fisiología. Pero los escritores, ah, los escritores, con qué gozo apuntan para el disfrute del gentío la simple paja que lastima el ojo del colega, con qué descaro fingen no ver ni percibir la viga que tienen atravesada en el propio ojo. Vergílio Ferreira, por ejemplo, es un maestro en este tipo de ejecuciones sumarias. Que se sepa, nadie las ha pedido, pero él continúa emitiendo sentencias de exclusión perpetua, sin otro código penal que su propio e inconmensurable orgullo, siempre arañado. Me dicen que se decidió finalmente a hablar de mí en Conta-corrente, pero no he ido corriendo a leerlo, ni siquiera con calma tengo intención de ir. La diferencia entre nosotros es conocida: yo no sabría escribir sus libros y el no querría escribir los míos…
En otro pasaje del mismo cuaderno, Saramago alude a un artículo de Fernando Venáncio escrito en el Jornal de Letras, Artes e Ideias, titulado “O homem que ouviu bater-se ao mondo”, a propósito del diario de Vergílio Ferreira Conta-corrente, en el que Venáncio escribe, entre otras cosas, lo siguiente:
Afirmei, um dia, livianamente, que a ascensão de Saramago tinha-se mantido invisível nos diários de Vergílio Ferrira. Hoje dou-me conta de que, baixo a referência inofensiva, baixo o próprio silêncio, é esta jugada do destino um dos motores de sufrimiento. Vergílio Ferreira jamais perdoará isso aos fados.
Y en otro pasaje, cita Saramago esta otra frase de Vergílio contenida en Conta-corrente:
A obra dos outros, mesmo daquilo muito aafundado pelo panegírico, não me interessa absolutamente nada.
Ante esto, Saramago se limita a decir:
Digo apenas que Vergílio Ferrira, en el fondo, no hace mal a nadie. Le duele y muerde donde le duele para que le duela más aún, y eso quizá sea una forma de grandeza.
Hay, además, un par de citas veladas en el mismo cuaderno de Saramago que en mi opinión aluden, entre otros, a Vergílio Ferreira:
Personas (…) que no tienen vergüenza en transformar Saramago en Saragago, como si sólo eso les estuviese faltando para alcanzar una gloria cualquiera, atrancados existencialmente en casa como si tuviesen miedo al mundo o sentados ante una infortunada mesa de café (…).No pensarán estos ulcerados de envidia que quizá, quién sabe, si yo tuviese el habla normal, no sería el escritor que decidí ser. Será oportuno decirles que les salió el tiro por la culata…
La otra cita es la siguiente:
Maria Alzira Seixo me dice que empecé a pagar por haber estado tanto tiempo en la cresta de la ola y da como indicio de un paso hacia el fondo de la misma la reacción que estos Cuadernos han provocado en unos cuantos modestísimos portugueses [ironía evidente en cuyo grupo está sin duda Vergílio Ferreira], cuyo virtuoso recato he escandalizado con la exhibición impúdica de mis “triunfos” literarios y sociales… Como si esto fuese poco me cuenta alguien que, habiéndole ella hablado de que ando a vueltas con una novela donde hay una porción de ciegos [se refiere a la novela Ensayo sobre la ceguera], declaró rotundamente que Ernesto Sábato ya había hecho cosa parecida, lo que, dicho a la llana, significa que, este policía de las costumbres, debo de haber caído en flagrante delito de imitación o plagio… No importa que el tal censor no haya leído una sola palabra del Ensayo, si cabe no ha hecho más que oír hablar Sobre héroes y tumbas, pero nada de eso cuenta ante la ocasión de insinuar que mis ciegos provienen en línea torcida de los ciegos de Sábato. Más discreta de lo que debería, Maria Alzira no me dijo de quién venía la perfidia. Es una pena. Callar el nombre del autor de una calumnia no sirve al calumniado, sirve, sí, al calumniador porque le asegura la impunidad. Mañana me encuentro por ahí al sujeto y es capaz de darme un abrazo, una palmadita a la espalda, de amigo, y yo no sabré que se trata de un pequeño bellaco.
Como ya he dicho, de haber vivido para ver a Saramago investido del Nobel, sin duda le hubiese causado a Vergílio bastante sufrimiento. Tal vez atenuado porque la concesión representaba también un reconocimiento general a las letras portuguesas en las que el propio Vergílio también ocupa un lugar destacado. Que el propio Saramago no dejó de reconocer, aunque las preocupaciones existenciales y metafísicas y el propio estilo virgiliano estuviesen a mucha distancia de sus preferencias a la hora de construir novelas. Certifica en alguna medida lo que acabo de decir en esto de saber ganar y saber perder y lo ilustra lo siguiente. Preguntado Vergílio sobre la concesión del “Premio Camões” a Saramago en 1995, respondió: “Não tenho comentários que fazer”.
Nota adicional
El 20 de febrero de 2004 se publicó en la revista El Cultural, de el periódico El Mundo, una breve recensión crítica firmada por Rafael Narbona sobre la novela En nombre de la tierra, traducción de la novela con el mismo título de Vergílio Ferreira, publicada por El Acantilado, editorial catalana que anunció en su día el propósito de editar la obra completa de Vergílio Ferreira, y lleva ya editadas unas cuantas. No tengo nada que objetar a esa recensión, salvo el comienzo y el final de la misma. Comienza el firmante diciendo que Vergílio Ferreira es un “perfecto desconocido en nuestro país”. Nunca he sabido bien la diferencia entre los desconocidos “perfectos” y los “imperfectos”. He pensado siempre que eso era cosa, más bien, de la conjugación verbal. Si lo que insinúa el señor Narbona, amparado en ese cliché, es que a Vergílio Ferreira se le conoce poco o mal en España, o que se le debiera conocer más, por la dimensión y valía de su obra, pues estoy “perfectísimamente” de acuerdo con él. Pero si lo que quiere decir es que se le desconoce por completo en nuestro país, siento decirle al señor Narbona, con todos mis afectos y respetos, que eso es “pluscuamperfectamente” falso. No, señor Narbona, lamento decirle que En nombre de la tierra no es la primera novela de Vergílio Ferreira traducida al castellano, es exactamente, para su mejor conocimiento y el de sus lectores, la cuarta. La primera fue Nítido nulo, publicada en 1972 por Seix Barral y traducida por Basilio Losada, hoy agotada; la segunda fue Alegría breve, publicada al año siguiente por la misma editorial, traducida por el mismo traductor y también agotada; y la tercera fue Aparición, de 1984, publicada por Ediciones Cátedra (nº18 de la Colección Letras Universales), también agotada y traducida, con introducción y notas, por un servidor. Sobre estas obras vergilianas aparecieron reseñas críticas en revistas y periódicos como: La Gaceta Ilustrada, Triunfo, Cambio 16, El País, Tierras de León, El Heraldo de Aragón, etc. Y esas recensiones críticas fueron escritas, entre otros, por Antonio Tovar, Fernando Lázaro Carreter, César Alonso de los Ríos, Rafael Conte, Antonio Gamoneda, Cándido Pérez Gállego, etc.
Además, pongo también en el conocimiento del señor Narbona y en el de todos los lectores – muy especialmente los asiduos de El Cultural – que, en 1989, la Revista de Documentación Científica de la Cultura, Anthropos, dedicó a Vergílio Ferreira el número extraordinario 101, con el subtítulo de “una narrativa y un pensamiento comprometidos con la historia y la libertad de creación”. Así mismo, para orientación del señor Narbona y la de sus lectores, el Anejo II de la Revista de Filología Románica, de la Universidad Complutense, Madrid 2001, contiene un artículo de quien suscribe titulado “El soporte metafísico de la obra de Vergílio Ferreira”, donde el señor Narbona, los lectores de El Cultural y todos cuantos lo deseen pueden encontrar información abundante sobre la trayectoria literaria de este extraordinario escritor.
El señor Narbona podía haberse ahorrado esas frases infelices, pues el contenido de la reseña no sufriría menoscabo. El mero hecho de escribirlas sin el cotejo de su veracidad es un riesgo que compromete gravemente la competencia y credibilidad de quien lo hace. Si alguien le informó en la dirección equivocada, sepa que uno no debe fiarse nunca. En lugar de erróneas conclusiones, podría haber deslizado el autor de la reseña alguna mención sobre los defectos o virtudes del traslado al castellano del texto portugués, operación siempre traumática, máxime tratándose de autores tan metafísicos como Vergílio Ferreira.
Celebro infinito que la editora El Acantilado se haya lanzado a la aventura de publicar la ingente obra literaria de un autor, dicho sea de paso, poco o nada apreciado por otros escritores portugueses elevados al Olimpo en España, como Saramago o Lobo Antunes. Comprendo también los intereses mercantiles y el riesgo de la empresa, pero, siendo justos, hay que decir que esta irrupción de Vergílio Ferreira en España no es absolutamente novedosa, como ha quedado demostrado y contra lo que se consigna en la reseña del señor Narbona. Pongamos, pues, “cada gorrión en su nido”.
Lamentablemente, la directora de El Cultural, Dª Blanca Berasategui – a quien debo que se publicase en la tribuna de ABC, en abril de 1996, el artículo necrológico (florecido más arriba en este jardín) titulado “La última Muerte de Vergílio Ferreira” y que, dicho también de pasada, siempre me ha merecido la mayor estima en su labor directiva de éste suplemento como de otras páginas culturales – no ha considerado conveniente hacer la correspondiente y justa enmienda a través de mis palabras – que han sido las mismas que anteceden –, por considerarlas “exageradas”. Mi obligación es denunciar públicamente, a mi estilo, un error (no sé si intencionado o no); a otros atañe subsanarlo. Quieran o no quieran, es suya la responsabilidad de que los lectores continúen mal informados, al menos, los suyos.